La cazadora de cuerpos amaneció desnuda sobre su lecho.
Ella juraría que durmió arropada por las suaves sabanas y cubierta con un etéreo camisón recién inaugurado sobre su piel.
La ventana abierta con una brisa nueva y algo desconocida, se apoderaba de su desnudez. Olía a amanecer cálido, a promesas de futuros placeres por venir y a caricias voluptuosas entre sus muslos.
Abrió sus piernas, se embriagó de los primeros rayos de sol y saludó al nuevo día como a ella más le gustaba.
Lentamente sus largos dedos impregnados de ardiente saliva fueron rozando sus muslos, su sexo. Como queriendo eternizarse en ese instante.
Así, con calma.
Con el tiempo detenido.
Recordaba el último encuentro con el autoestopista, justo cuando ella le susurró:
-«Tu lengua en mi sexo, este es el paraíso, no me prometas otro.»-
Mientras, él se esforzaba por demorarse.
Prolongarse.
Dilatarse.
Extenderse.
Y fundirse con su sexo.
Hasta convertirse en sólo unos labios.
Nada más y nada menos que unos labios.
Ofreciéndose
Regalando placer
sin ninguna pretensión
o tal vez, con todas.
…
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