Y en un acto de romanticismo me escribió:
-«Me duele la polla porque no sé masturbarme sin pensar en ti.»-
Fui a verle esa semana a su despacho, debía consultarle unas cosas y como sabía que no estaría solo y además intuía sus pulsiones , me vestí de la manera más «casual» que pude. Unos vaqueros ceñidos, unas deportivas blancas y una camiseta blanca con una chaqueta de cuero negra. Mis gafas de sol y carmín rojo en los labios.
Voy caminando y cien mil millones de miradas van secuestrándome poco a poco, mientras yo solo pienso en llegar a su mesa. Encima o debajo.
-No, no pienses eso- me corrijo a mí misma. Hoy es simplemente una visita formal.
Llego. Le aviso desde abajo. Subo. Saludo a sus compañeros. Me dirijo a él y me señala la sala de reuniones.
Y allí le espero.
Me ofrece algo para beber.
-Un batido con sabor a ti, por favor- pienso.
-Solo agua- añado, sonriendo.
Hablamos sobre algunos temas terrenales, intento transmitir seriedad y formalidad, pero claro, recuerdo su último mensaje. Le observo. Le huelo. Y aunque no es mi intención, mi cuerpo comienza a cobrar vida propia.
Mientras le escucho acaricio mi pelo, humedezco mis labios, cambio de postura sobre esa silla que roza mis glúteos de manera descarada. Cruzo las piernas, vuelvo a sonreír.
Y, o subió la calefacción o en esa sala comenzó de repente a hacer demasiado calor.
Cuando ya casi habíamos terminado me dice que tenía muchas ganas de verme.
Observo alrededor y veo que los últimos compañeros que quedaban en el despacho ya se fueron. Estábamos solos.
-Tengo atragantado el placer desde que no te veo- me dice mientras enciende un cigarrillo.
Y a mí, que me ponen las palabras casi tanto como las miradas comienzo a pensar que igual debería haberme puesto aquel vestido corto que se quedó en el armario con cara de jueves.
Así ahora, ataviada con ligueros negros abriría y cerraría las piernas bajo su disimulada mirada. Subiría sinuosamente el vestido hasta la altura de mis muslos y volvería a bajarlo ante cualquier despiste suyo.
-Muchas, muchas ganas- repite mientras se levanta y suavemente baja las persianas que daban a la calle.
Aprovecho y miro lo bien que le sientan esos pantalones.
Y se acerca.
Me levanto.
-¿Por qué me haces esto?-me pregunta.
-¿Por qué me pones la miel delante?
-Si yo venia muy inocentemente vestida- le digo en un tono casi convincente.
-Ya- contesta.
Se acerca un milímetro más, se agarra a mis caderas y me besa. Y a mí que me rugían las ganas de que lo hiciera…
Comienzo a sentir los cinco sentidos reencarnados en sus dedos, se mueven hábiles sobre mi ropa. Me aprietan con fuerza.
Succiona. Susurra.
-Esta tarde le hago el amor a cuatro patas a tus oídos- me dice bajito.
Me bebe.
Me rocía, por dentro y por fuera.
Besa con rabia y ganas acumuladas.
Y cuando está a punto de verterse sobre mi ombligo, instantes antes de pronunciar las palabras que cortan el aliento le insinúo que pare.
-Deseo que te guardes tu deseo y que lo dejes revoloteando a flor de piel. Hazlo y así me sentirás todo el día y parte de la noche, justo en cada pequeña punzada de placer contenido- le indico dulcemente.
Sonríe.
Sé que lo hará.
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Una respuesta a “Encendiendo la prisa.”
Por fin llegó el mensaje que anunció tú relato.
Te adoro, me encanta escucharte a través de estas páginas aunque sea de tanto en tanto.
Espero la próxima.
Hasta pronto.
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